miércoles, 15 de diciembre de 2010

La Casa Ronald McDonald



Un hogar particular:
Lo mejor, de lo peor
 En medio de una sala vacía sobre una mesa ratona, descansa un cuaderno azul araña. Dentro de él se alcanza a leer: “Mi hijo Lucas está esperando un transplante de médula ósea. Espero que todo salga bien”. En la página siguiente, la misma letra continúa con un nuevo texto que dice: “Mi hijo Lucas falleció a causa del transplante”.
 Esa es la clase de historias que se escuchan, o se leen cada tanto, en La Sala de Padres de Terapia Intensiva de La Asociación La Casa de Ronald McDonald, ubicada en el primer piso del hospital Garrahan. Pero ése, sería un día atípico en la sala.
 Todos los días, 90 madres se despiertan en un cuarto rodeadas de desconocidas. Hacen su cama, juntan sus cosas, pasan por el baño y luego por la cocina. Desayunan, cruzan dos o tres palabras con algún voluntario de turno y salen por la puerta para entrar en el cuarto donde, el propósito de su nueva vida, descansa enchufado a una máquina que los mantiene vivos.
Salen y entran constantemente de su nuevo hogar. Cuando no están del otro lado del panel que separa su casa con el Pabellón de Terapia Intensiva, retoman sus quehaceres cotidianos. Cocinan, lavan, planchan, leen o escuchan música. Tendencias y mecanismos normales en la vida de cualquier otro individuo.
Depende del día, se encuentran en talleres de manualidades, practicando nuevos pasos de tango o distraídas con alguna de las actividades que les brinda la casa. Cualquier cosa que no las haga estar constantemente pendientes del artefacto ubicado en su nueva sala de estar. Un teléfono por el cual los médicos se comunican con las madres. Una vía de comunicación que detiene los latidos del corazón de cada una de estas mujeres cada vez que hace sonar su campana. Esperan a que sea una buena noticia sobre su hijo y, con un egoísmo justificado, si es una mala, que no sea para ellas.
Cada tanto, se escucha alguna pelea infantil entre las madres. La susceptibilidad las acompaña día a día haciendo que algo mínimo, parezca un hecho casi más trágico del que en un principio, las llevó a vivir en esa sala.
Pero a pesar de las diferencias, se mueven distantes y a la vez en bloque. Entienden que todas son distintas y que, en otra circunstancia de su vida, seguramente no se hubieran dirigido la palabra. Pero hoy, todas comparten un común denominador, la expectativa de saber si su hijo vivirá un día más.
“Sala”, es lo que en términos médicos significa dejar la terapia intensiva. Implica tener que dejar esa casa con lujos con los que tal vez en la vida cotidiana no se cuenten, pero supone también, que su hijo se ha salvado.
Las risas tampoco faltan. De vez en cuando, se permiten a ellas mismas sonreír ante algún factor cómico. Pero es una risa apagada y casi con culpa, como si reír implicara olvidarse el motivo que las llevó a estar ahí.
Esa es su rutina hasta que llega la noche, instante en el cual ya no tienen con que distraerse y entienden que en algún momento, tienen que dormir.
Las 90 mamás dejan a sus hijos a merced de los doctores y vuelven a pasar por la cocina, por el baño y se recuestan en sus camas, rodeadas de desconocidas. Cansadas de escuchar voces y pocas palabras, agotadas de ver caras y pocas miradas y, esperando que el día siguiente, no termine como el de Lucas.

  
Una cuota agridulce
 Teresa llega todos los días a las 8, se prepara un café, deja sus cosas en su escritorio y se toma un minuto para plantearse cómo enfrentar fríamente, 90 historias trágicas.
 Es una voluntaria de 57 años que se mueve enérgica por todo el lugar desde hace 1 año. Lava sábanas, revisa que no falte nada en los cuartos, acomoda la cocina y luego, vuelve a su oficina. Cualquier cosa que la mantenga ocupada y alejada de un nuevo relato triste.
 Siempre esta atenta y se encarga de que a nadie le falte nada. Y si bien a veces presta su oído, siempre pone una cuota de frialdad para no verse involucrada en una historia que no es suya.
 Una de sus funciones es recibir las tarjetas magnéticas con las cuales las madres pueden entrar y salir de la casa. Pero cada vez que una mamá entra a su oficina, Teresa sonríe, saluda y toma la llave, pero nunca se permite mirarlas a los ojos.
 Es una barrera que le cuesta construir, ya que es propensa a hacer propios los problemas ajenos y su dulzura es casi imposible de esconder. Pero, sin más remedio y contra su voluntad, rechaza las miradas de las madres y se convierte en una piedra. Una frialdad que debe mantener para poder aguantar un día más.

 
 “Un hogar lejos el hogar”
 La Asociación La Casa de Ronald McDonald, se inauguró en Estados Unidos en el año 1974, cuando la hija del jugador de fútbol americano Fred Hill enfermó de leucemia.
La enfermedad obligó tanto al padre como a su hija a dormir y a alimentarse en el hospital de turno.
 Para que situaciones de ese estilo dejaran de ocurrir, reunió a los compañeros de su equipo, se contactó con la doctora Evans del Hospital de Niños en Filadelfia y recaudaron fondos para crear un lugar que diera alojamiento a familias que estaban pasando por el mismo trauma emocional que él pasó junto a su hija.
 Por su parte, la doctora Evans se contactó con McDonald’s para conseguir un sponsor que patrocinara el proyecto y que los apoyara económicamente.
 Actualmente hay 300 Casas de Ronald McDonald en 30 países, que funcionan gracias al aporte de más de 30.000 voluntarios, sumado al apoyo de empresas particulares y de instituciones locales, que colaboran para mejorar la salud y el bienestar de la infancia.

1 comentario:

  1. Muy buena, enserio. Me atrapó desde el título. Seguramente fue una gran P roja :D

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